sábado, 21 de agosto de 2010

La pelota de Juan Fernández

Mientras Alejandro conducía con rumbo al apartamento en medio del infernal tráfico vespertino de la Ciudad de México, yo me dedicaba a repasar mentalmente todos los pasos del procedimiento a seguir. Ya lo había ensayado varias veces, y sabía que podría hacerlo en unos dos minutos. Al fin y al cabo, mis pertenencias no eran gran cosa: dos trajecitos de segunda, algunas corbatas y un par de calzones. Los metería rápido en un gran bolso negro de lona gruesa, de esos que llaman "gusanos", que por suerte me había encontrado tirado en el closet a mi llegada de Cuba. Lo había mandado a componer a una talabartería porque tenía un gran descosido en uno de sus lados, y ahora estaba como nuevo.

Aunque me sentía nervioso estaba decidido a todo, incluso a matar si fuera necesario. Nada ni nadie me iba a detener. No es que yo fuera tan valiente, pero hasta un ratón se convierte en un adversario temible cuando se le acorrala. Desde hacía días no podía dormir a gusto. Eso de vivir en el mismo apartamento con alguien que simulando ser tu amigo te está preparando una encerrona para entregarte a los esbirros de la embajada acusado de "pertenecer a una célula contrarrevolucionaria", es muy estresante. Al acostarme por las noches, muy sigilosamente, luego de cerrar la puerta de mi habitación con seguro, ponía una silla inclinada haciendo de calzo entre la manija de la puerta y la pared de enfrente, de manera que si alguien la violentaba, haría suficiente ruido como para despertarme. Juan era un rubiecito de complexión más bien débil, con aires de intelectual inofensivo. Sin embargo, hubiera preferido la compañía de una víbora de cascabel, a la suya. Sabía que en una pelea limpia no me costaría mucho trabajo tirarlo al piso dándole un buen trompón, pero... yo tenía que dormir en algún momento. ¿Y si durante mi sueño él le abría la puerta del apartamento a la policía política del Fifo, y entraban siete negros a buscarme?. Bueno -pensaba yo- para eso me compré mi sevillana, seguramente me van a agarrar, pero de los siete negritos van a quedar seis, porque al primero lo rajo como melón. A ver quién se atreve a ir delante...

Me preguntaba con cuánta gente nos encontraríamos en el departamento. Si estuviera desocupado en ese momento, sería ideal. Entraba, cargaba mi gusano en dos minutos y... ¡libre!. Sin embargo, ahí estaba Juan. Alejandro y yo nos habíamos puesto de acuerdo en el coche, de manera que él trató de darle conversación en la sala mientras yo pasaba a mi cuarto para ejecutar rápidamente lo planeado. Juan, sin embargo, no se tragó el anzuelo. Corrió hacia mi cuarto y se detuvo en el dintel. Yo estaba en plena faena. ¿Es lo que yo pienso?- me preguntó muy serio. Sí, Juan, es lo que tú piensas -le contesté- ¿y qué?

En el tenso instante de silencio que siguió, sentí el peso de la sevillana en el bolsillo de mi pantalón...

Y en ese preciso momento, reparé en la pelota. Era una pelota de playa de esas inmensas, que me habían dado como premio al mejor disfraz en la fiesta de cumpleaños de una amiga. Sencillamente, aquella enorme pelota no cabía en mi gusano. ¿Qué iba a hacer con ella? La solución se me ocurrió en un segundo: Toma, te la regalo para tu hijo -le dije, agarrando de pronto la pelota y poniéndola en sus manos. Por un instante, el estupor lo paralizó. Luego, sus ojos se fueron humedeciendo y por último rompió a llorar, diciéndome al abrazarme: ¡Te deseo todo lo mejor, que te vaya muy bien en tu nueva vida!, ¡snif, snif! ¡Figúrate, yo tengo un hijo y una esposa en Cuba, lo tenía que hacer o ellos iban a sufrir las consecuencias...!

Yo no podía creer lo que estaba pasando: este tipo, que se había pasado diez días urdiendo una trama para hundirnos en la cárcel a Brunet y a mí por algo que dejó de ser delito en el mundo desde que desapareció la figura del siervo de la gleba, ¡resulta que ahora me daba abrazos, me deseaba mucha suerte en mi vida de exiliado, y me daba explicaciones acerca del porqué había tratado de clavarnos un puñal por la espalda! Sentí asco. Luego me enteré que llegó a Cuba dándoselas de 007 y diciendo: ¡Se me fueron por un pelito! Allá ellos si se lo creen.

Pero en el fondo no me importa, ya mis hijos y yo vivimos del lado de acá y él todavía está allá, en las manos del asesino megalómano. Ése es su castigo.

Agarré mi gusano, y me fui.